Mientras se echa un cigarrillo en el balcón de su quinto piso sin ascensor, Fernando suele fabular con las vidas, aparentemente ajetreadas, de la gente de allá abajo. Imagina los trabajos a los que irán o de los que vendrán. A menudo se le va la mente con el último trabajo que tuvo en una de las brigadas de jardinería de una empresa subcontratada por el Ayuntamiento. Pero de eso hace ya dos largos años.
Fueron solo seis meses de trabajo pero se le abrió un mundo, encontró algo parecido a una vocación después de haber estudiado Empresariales con el nulo entusiasmo del «algo habrá que hacer». Lo único bueno que sacó de aquellos años fue a su colega Chema. Él sí que está jodido ahora, sin trabajo, recién separado de su chica y teniendo que volver a casa de sus padres a sus cuarenta y muchos años porque le dio por meterse en una hipoteca mutidivisa que le vendieron como una bicoca y que le está enterrando en vida. Y, pese a todo, suele ser él quien anima a Fernando.
El otro día quedó con él. Lleva tiempo insistiéndole en montarse algo juntos, con lo que Fernando ha ido aprendiendo de jardinería y lo que Chema controla de construcción, piensa que podían intentar abrirse un hueco en rehabilitación paisajística o algo por el estilo. Pero cada vez que han intentado informarse de ayudas para poner en marcha el negocio, vuelven a casa bastante desolados. Los bancos no sueltan un chavo a quien no lo tiene así que, el mantra del emprendimiento que las administraciones no dejan de repetir suena a burla cuando no tienes un colchón económico para lanzarte y asumir un riesgo que puede hundirte aún más en el hoyo.
Marisa también le anima a quitarse el miedo. Ella es trabajadora social en una fundación y sabe de sobra, no solo por la situación en casa, lo que esta crisis se está llevando por delante. Con la edad de Fernando el mercado laboral se convierte en una especie de embudo. Si vives en pareja y, al menos, uno de los miembros ingresa un magro sueldo, como es su caso, puedes sentirte afortunada. Otra cosa son los gastos extraordinarios, como el aparato de los dientes que Alma necesita.
Sentir que no puede hacer frente a lo que su hija pueda necesitar es otra de las cosas que machaca diariamente a Fernando. Y saber que esos tres mil y pico euros tendrán que salir de los bolsillos de sus padres. Una generación de abuelos que, después de trabajar toda su vida, en lugar de descansar y hacer todo aquello que no pudieron hacer antes, tiene que apurar ahorros y jubilaciones para echar una mano en lo que haga falta.
Hoy el día esta gris, hace algo de viento y la gente se mueve deprisa por la calle. Fernando ha quedado con unos conocidos para empezar a acondicionar el jardín de una casa que se han comprado. Desde que se quedó sin trabajo sobrevive a base de ‘chapuzas’, pequeños encargos que cobra en mano, ni plantearse pagar, con esos mínimos y esporádicos ingresos, la cuota y los gastos de autónomo. No sabe cuánto tiempo podrá seguir así, ha perdido la cuenta de los días en que sus mañanas empiezan con ese runrún asomado al balcón.
Están siendo años muy duros en que mucha gente está demostrando que sabe aguantar todo tipo de ajustes, de cambios de vida, de inventarse cada día una excusa nueva para salir adelante. La persona a la que amas, tu hija de 11 años, tus padres, un buen amigo que tira de ti por no tirarse por un puente. Chema siempre le tararea la misma canción cuando le ve algo abatido, «me voy a inventar un plan para escapar hacia delante…». Fernando apaga el cigarrillo y se siente un poco como ese Bonaparte que encara un nuevo día al grito de «adelante».