Lo primero que hace Paco todas las mañanas, después ducharse y tomarse un café poco cargado, es sacar a sus dos perros. Desde que su mujer falleció, esos animales son la pequeña dicha de un viejo empecinado que se niega a darse por vencido. Intenta variar su recorrido por algunos de los parques del barrio y, al ritmo lento que le deja su cojera, darse su obligada caminata. Pero siempre pasa por delante del local donde su mujer pasó su vida detrás de un mostrador de mármol vendiendo encurtidos, chicharros enlatados y bacalao en salazón.
Cuando su mujer se jubiló, intentaron traspasar el negocio pero nadie quiso quedarse con una tienda que olía a postal de ultramar. La venta les dejó unos ahorros que ella apenas pudo disfrutar: unos meses después le detectaron la leucemia que dejaría a Paco varado entre la pena y la nostalgia. La enfermedad no duró mucho pero sí lo suficiente como para ver que toda una vida trabajando no siempre da derecho a un servicio de asistencia digno en tu propio domicilio. Su hijo y, sobre todo, su nuera se encargaron de todas las gestiones para que Adela pudiera ser atendida en casa, pero si no llega a ser por ellos y por alguna de esas vecinas que, pasados los años de compartir escalera forman parte de la familia, sabe que él no hubiera podido atenderla con su achacoso cuerpo.
El cartel de ‘Se alquila’ sigue luciendo sobre la cristalera. A veces, piensa que le falla su enflaquecida memoria pero diría que en los últimos años ha visto desfilar por ese local un kiosco de golosinas, una peluquería, una tienda de ropa juvenil y un ‘cosetodo’. Mientras camina se imagina las ilusiones puestas en esos negocios, las aspiraciones de alguna gente -cuyas caras aún le suenan- de llevar una vida común y corriente para, finalmente, vivir el cierre como una rendición. O como una salvación, según se mire, si antes de que las brújulas de nuestras maltrechas esperanzas enloquezcan hay que saber cambiar de sueños.
Sus dos perros suelen llevarle mucha ventaja pero nunca se han perdido. Son perros ‘de casa’, como le suele decir su hermano Luis, un cazador de Tierra de Campos a quien cualquier animal alejado de un podenco o un braco le parecen bichos malcriados y sin instinto. Si por Paco fuera iría con ellos a todas partes pero cuando los jueves coge el autobús para ir a comer a casa de su hijo se le hace duro dejarlos solos toda la tarde. Es el único día que su hijo puede quedarse en Valladolid, gracias a eso del teletrabajo: el resto de la semana hace jornada europea, de nueve a cinco, en la empresa de logística para la que trabaja en Madrid.
Con tanto ir y venir, fue su nuera la que estuvo pendiente de él en esa época de vejez anticipada en que le instaló la muerte de su mujer. Un día le regaló un libro, El hombre que amaba a los perros, sin saber que las vidas noveladas de dos personajes históricos que han marcado el siglo XX y la conciencia de poder amar a sus perros le iban a sacar de aquel desencanto casi cósmico.
Hoy es viernes y ya tiene por costumbre tomarse su chato de vino antes de reunirse con su familia. Desde que han suprimido paradas le han hecho una faena: la taberna donde suele quedar con sus amigos estaba justo en frente de la marquesina y según veía asomar el autobús por la curva podía ir diciendo adiós al respetable sin miedo a perderlo. Ahora, además de hacer más breve este pequeño placer, le toca caminar un buen trecho hasta otra calle donde han unificado en una las que antes eran dos paradas en zonas del barrio distanciadas. La gente que piensa desde los despachos no suele darse una vuelta por la vida corriente de la gente, piensa.
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** Mañana sábado 18 de abril recorreremos las calles de La Victoria para conocer sus rincones, sus historias, sus necesidades… Más información en nuestra web.